Galería Guatíbiri
Rubén Malavé
Director
Director
¿Cómo ha podido sobrevivir una galería de arte durante 35 años sin cobrar comisiones a sus artistas, cuando tantas otras deben cerrar, aun cobrando hasta el 60 por ciento de lo que venden?Quizás la fórmula no siga los principios financieros que aprendió en la prestigiosa casa de corretaje Eastman Dilon, pero la Galería Guatíbiri le ha permitido a Rubén Malavé vivir esos años de lo que más le gusta, el arte, lo que a su vez lo ha convertido en el “Padrino de los artistas”.La gente creía que yo estaba medio “tosta’o” para dejar el mercado de valores por un taller de ebanistería.Y en esa evolución, Guatíbiri se ha transformado de una sala de exposición a un lugar de encuentro, una gran familia, un punto de referencia, un santuario donde se encauzan los nuevos talentos artísticos, a su propio decir.“Mi consigna siempre ha sido que Guatíbiri es una galería al servicio del pueblo, un foro para los artistas, sobre todo, para los que buscan esa primera oportunidad. Y eso de las comisiones, si tú inviertes un tiempo tratando de lograr esa figura que buscas y gastas de tu dinero en pinturas y materiales, ¿cómo voy yo a vivir de eso, si tú lo hiciste? No me cabe en la cabeza y por eso vivo del enmarcado, porque ahí me sudo cada centavo que gano”, razona Rubén, consciente de que ser rico no es quien más dinero tiene, sino quien menos necesita, principio que le permite practicar a diario el arte del desprendimiento.Su primer encuentro con el arte fue a muy temprana edad a través del cine, donde iba todos los días porque el boletero era ahijado de su abuela, doña Pepa Carbonel. En la plástica, el milagro ocurrió a los doce, cuando tomó clases de dibujo con el reconocido artista Carlos Marichal, quien había establecido una academia de arte frente a su casa.Rubén recuerda que los lunes y miércoles tomaban las clases en el estudio, y los viernes se iban a dibujar las ruinas y los paisajes idílicos en la Hacienda La Florida, donde nació y se crió la esposa del artista, Flavia Lugo. “Allí íbamos a dibujar en vivo y muchos de los dibujos de Carlos Marichal de la finca La Florida eran de esa época”, rememora.Ese gusto por el cine, el arte y la música cobró fuerza en la ciudad de Nueva York, donde emigró a los 16 años. Allí se dio a visitar galerías y museos de arte, y entre las obras universales que allí vio y que más le impactaron figuran el “Guernica”, de Picasso, y “Los girasoles”, de Van Gogh.Pero no era fácil la vida en aquella ciudad donde muchos mueren de frío y Rubén debió “palear” la nieve para buscarse algo de comer y luego cortar telas en una factoría, hasta que no aguantó más y regresó a su terruño querido.Volvió a la escuela, y luego de graduarse con honores, Rubén recibió una beca para estudiar ingeniería en Mayagüez. Pero pudo más su afán de viajes y aventuras en países exóticos y, junto a doce amigos, se enlistó en la Fuerza Aérea, deseoso de emprender vuelo a tierras lejanas. Pero, al contrario del resto, que marcharon a Egipto, a España o a Inglaterra, a Rubén lo estacionaron en la Base Ramey de Aguadilla, donde cumplió tres años sin salir de sus costas.Después de licenciarse, ejerció otros oficios que lo iban alejando de su verdadera vocación. Desde establecer un sistema de teletipo en la Telefónica, hasta ejecutivo de Eastman Dilon en Nueva York y luego en la Milla de Oro, donde frecuentaba el exclusivo Banker’s Club.No es de extrañar que tanta opulencia no le tocara su fibra artística y un día conoció a un ser que lo iniciaría en el oficio de la ebanistería, trabajando la madera como su padre, Santos Malavé, que era carpintero. De repente, y para asombro de todos, Rubén dejó la bolsa de valores e invirtió en un taller de ebanistería, donde el olor a maderas lo transportaba en un viaje de recuerdos infantiles por la capital taína.“La gente creía que yo estaba medio “tosta’o” para dejar el mercado de valores por un taller de ebanistería. Duramos como un año y en ese tiempo se despertó en mí algo bien interesante porque empecé a hacer muebles y a crear, a diseñarlos. Iba a la ferretería a buscar los materiales, después a cortarlos, ensamblarlos, pulirlos, todo el proceso, hasta ver un producto final. Eso nunca lo había experimentado. Parece que había algo allá atrás y de pronto empezó a aflorar y yo me sentía capaz de cualquier cosa”, recuerda Rubén, convencido de haber tomado la decisión acertada. Sin embargo, le aguardaban muchos días amargos tras la ruptura con el socio, cuando se quedó en el aire con cuatro hijas y ansias de crear.Tras muchas vicisitudes cuajadas de llantos y dolores que enturbian la memoria, un día Rubén alcanzó a comprender el mensaje cifrado en aquellos tiernos garabatos que pintaban en su casa los niños del barrio, con la pureza que sólo un niño puede ofrecer. Por las noches los ponía a pintar con témpera sobre “construction paper” y exhibía sus obras en la pared como en una galería. Cuando se iban, se quedaba pensando en esa pureza de los niños, que perdemos en el camino y después pasamos el resto de la vida tratando de recuperarla.Y amparado en esa pureza ancestral, se trazó la aventura de abrir una galería de arte cerca de la Universidad en Río Piedras, con un concepto afín al nombre que la bautizaría “Guatíbiri”, que es pitirre en taíno.Lo siguiente era buscar un espacio apto y habitarlo de arte, y encontró en Santa Rita un apartamento pequeño en estado de abandono, que pronto habría de transformar —a
fuerza de marronazos y machucones a sangre— en una acogedora galería de arte al servicio de quien la necesita.Cuando abrió la puerta carcomida de polilla, lo asaltó el olor a viejo y vio sobre el piso una densa capa de polvo que dejaba entrever unas losas antiguas. Al pasarle el dedo, supo que eran idénticas a las de su casa en Yauco. “Esto es mi abuela tirándome para acá”, pensó y lo alquiló por $200 mensuales.Un miércoles pasaba por allí Antonio Martorell a entregar unas ilustraciones a Huracán, se enteró que al frente estaban haciendo una galería y se puso a la disposición de Rubén. En adelante, Martorell se convirtió en su más cercano colaborador y consejero, al grado de donar su obra para la primera exposición, como bienvenida al mundo del arte, donde pertenecía.Entre otros maestros, expusieron esa noche inaugural, Carlos Raquel Rivera y José Alicea, además de cinco estudiantes destacados, como Lissette Rosado y Luis Maisonet. Luego de juntar a los maestros y estudiantes en un diálogo de frente, Rubén se hizo una pregunta fundamental: “¿Y ahora qué?”.Tal interrogante encontró respuesta nuevamente en los niños, y la segunda exposición fue, precisamente, de aquellas imágenes puras y espontáneas que plasmaban sus hijas y vecinitos sobre papel de construcción. Y también fue un éxito porque muchos artistas reconocidos fueron en busca de esa pureza inicial que se llevó el tiempo perdido.Aun así, el bolsillo de Rubén sufría lo indecible, al extremo de recurrir a ingeniosas artimañas para sobrevivir. Hasta que aplicó al arte el principio de Wall Street: utilizar el dinero ajeno para multiplicarlo, mediante el Club de los Grabados, que ofrecía seis obras de los maestros por $65 al año. El primero sería de Martorell y cuando empezaron a llegar los cheques, Rubén supo que ya nada lo pararía, y ofreció un 15 % de descuento en el enmarcado allí, para sobrellevar las vicisitudes del arte y entregarse de lleno a su misión en Guatíbiri.Y a lo largo de esos 35 años, sirviendo a los artistas de diversas disciplinas, han engalanado sus paredes obras iniciales de muchos de los hoy reconocidos exponentes del arte, como Rafael Trelles, Wichi Torres, Nelson Sambolín, Analida Burgos, Martín García y una larga lista de tantos más, que vuelven en gratitud eterna para hacer con otros lo que “el Padrino de los artistas” hizo con ellos.